Era uno de los peores castigos de la antigua Grecia. En caso de asesinato político o alta traición, la asamblea de ciudadanos podía decidir la kataskaphē, la destrucción de la casa del culpable y la condena de su familia al exilio. Con esa pena, escribe el historiador Walter R. Connor, la ciudad quería materializar “la exclusión definitiva de la sociedad del transgresor y sus descendientes” (1). El más pequeño de sus bienes tenía que ser reducido a polvo para evitar que fueran vendidos o intercambiados, e incluso se llegaba a desenterrar y arrojar fuera de la ciudad los huesos de sus antepasados. En materia de castigos colectivos, a la China imperial tampoco le faltaba imaginación. Durante siglos aplicó el principio de “ejecución del clan”, es decir, la liquidación de la familia de determinados criminales. Todo el linaje podía convertirse en objetivo, incluida la familia política e incluso otros allegados. Acusado de cuestionar la legitimidad del emperador, el erudito Fang Xiaoru fue asesinado en 1402 junto con todo su entorno, desde sus sobrinos hasta sus alumnos y amigos: un total de 873 personas.
Semejantes sanciones, corrientes en la Antigüedad y la Edad Media, hoy se considerarían bárbaras. ¿Acaso la justicia moderna no se basa en el principio de responsabilidad individual? ¿Acaso el derecho internacional no califica los castigos colectivos como “crímenes de guerra”? Nadie puede ser castigado por faltas que no ha cometido: hasta los regímenes más autoritarios reconocen ese principio, al menos sobre el papel.
En Palestina, sin embargo, la época de los castigos colectivos parece no llegar nunca a su fin. Desde hace décadas, Israel arrasa las casas de palestinos acusados de terrorismo, antes incluso de toda condena judicial, poniendo a sus familias en la calle con un único objetivo de venganza, humillación e intimidación. Esto también afecta a los residentes de Jerusalén Este, que pueden perder su permiso de residencia por actos cometidos por un allegado. Como muchos Estados en guerra, el ejército de Tel Aviv también practica la ejecución de vecindad, bombardeando inmuebles enteros para alcanzar a un sospechoso e incluso, desde los ataques del 7 de octubre, convirtiendo en objetivo toda una ciudad: todos los residentes de la Franja de Gaza deben pagar por las masacres de Hamás.
En Francia también flota en el aire un aroma a culpa por asociación. En cuanto un inmigrante comete un delito, se alzan voces reclamando una ley que penalice a todos los extranjeros. Son ya innumerables los dirigentes políticos impacientes por castigar a los padres por las fechorías de sus hijos. Valérie Pécresse (Los Republicanos, LR) desea privarlos de subsidios familiares; Éric Zemmour (Reconquista), expulsarlos de las viviendas sociales; Éric Ciotti (LR), enviarlos a prisión… como en Estados Unidos, donde los padres pueden acabar unos días entre rejas si su progenitura hace demasiados novillos; un método que nunca ha dado resultados, como no sea el de precarizar aún más a familias ya frágiles.
Antaño privativa de la extrema derecha, la idea ha triunfado recientemente en el bando del presidente francés Emmanuel Macron. “A la primera infracción, deberíamos poder sancionar económicamente y con facilidad a las familias, una especie de tarifa mínima desde la primera estupidez”, defendía el jefe del Estado tras los disturbios del verano de 2023 con una lógica digna de la mafia: un individuo se mostrará más obediente cuando sepa que sus seres queridos están amenazados. La ministra de Solidaridad, encargada de afinar ese proyecto, prometió la creación de servicios comunitarios para los “padres negligentes”, una sanción penal acompañada de la amenaza de prisión en caso de incumplimiento.
Los aficionados a la kataskaphē inventan un nuevo contrato social: en lo alto de la escala, todo éxito merece una recompensa individual; abajo, todo fracaso exige un castigo colectivo.