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Estados Unidos: entre hiperpotencia e hiperhegemonía

El terrorismo, el arma de los poderosos

Los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y en Washington modificaron profundamente la concepción de la cuestión terrorista. En primer lugar, porque tenían como objetivo Estados Unidos. El intelectual estadounidense Noam Chomsky hizo un balance de la acción de Washington por todo el mundo. “Al igual que la mayoría de armas mortales –escribió– el terrorismo es el arma de los poderosos”. ¿Por qué, se preguntaba entonces el presidente George W. Bush, hay personas que pueden llegar a “odiarnos” cuando “somos tan bondadosos”? La verdad es que los dirigentes estadounidenses no siempre son conscientes de los efectos a medio y largo plazo de su determinación de ganar siempre contra cualquier adversario. Y sus hazañas de ayer pueden tener un alto precio mañana. Osama Bin Laden fue el producto de la victoria estadounidense sobre los soviéticos en Afganistán; Chomsky se preguntaba en 2001 ¿cuál sería el coste del nuevo triunfo en ese país? Ahora, pasados veinte años, sabemos que después de Afganistán llegó la invasión de Irak, y que el mundo árabe vive sumido en una completa inestabilidad. Gran parte de las revueltas democráticas de las “primaveras árabes” desembocaron en guerras civiles, tribalismo, conflictos por procuraduría, regreso de las dictaduras militares y surgimiento de nuevos grupos terroristas, como la Organización del Estado Islámico. Y con Kabul nuevamente bajo control talibán.
ARCHIVO / Diciembre de 2001

por Noam Chomsky, Jueves 9 de septiembre de 2021

Tenemos que partir de dos postulados. El primero es que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 fueron una atrocidad horrenda, probablemente la pérdida instantánea de vidas humanas más devastadora de la historia, guerras aparte. El segundo postulado es que nuestro objetivo debería ser la reducción del riesgo de que se vuelvan a cometer unos atentados así, ya seamos nosotros las víctimas o cualquier otra persona. Si no está de acuerdo con estos dos puntos de partida, no le interesa lo que viene a continuación. Si está de acuerdo con éstos, surgen bastantes preguntas más.

Comencemos con la situación en Afganistán. En este país habría varios millones de personas en riesgo de padecer hambrunas. Esto ya existía antes de los atentados; estas personas sobrevivían gracias a la ayuda internacional. Sin embargo, el 16 de septiembre [de 2001], Estados Unidos exigió a Pakistán que detuviera los camiones que transportaban comida y otros productos de primera necesidad para la población afgana. Esta decisión apenas provocó reacciones en Occidente. Además, la retirada de una parte del personal humanitario dificultó aún más la asistencia. Una semana después del inicio de los bombardeos, Naciones Unidas estimaba que la llegada del invierno haría imposible el suministro, reducido ya a una parte ínfima por las incursiones de la aviación estadounidense.

Cuando varias organizaciones humanitarias civiles o religiosas y el relator especial de Naciones Unidas para alimentación y agricultura (FAO) pidieron que pararan los bombardeos, esta información ni siquiera fue divulgada por el New York Times; el Boston Globe le consagró una línea, pero en el cuerpo de un artículo que versaba sobre otro asunto. Así, la civilización occidental se resignó en octubre [de 2001] ante el riesgo de ver morir a centenares de miles de afganos. En el mismo momento, el jefe de la civilización nombrada hacía saber que no se dignaría a responder a las propuestas afganas de negociación sobre la cuestión de la entrega de Osama Bin Laden ni a la exigencia de una prueba que permitiera dar fundamento a una posible decisión de extradición. Sólo sería aceptada una capitulación sin condiciones.

Pero volvamos al 11 de septiembre. Ningún crimen, nada fue más mortal en la historia –o si lo ha sido, durante un periodo de tiempo más largo. Por lo demás, las armas fijaron, esta vez, un objetivo nada habitual: Estados Unidos. La analogía evocada a menudo haciendo referencia a Pearl Harbour es inapropiada. En 1941, el ejército nipón bombardeó bases militares en dos colonias de las cuales Estados Unidos se había apoderado bajo condiciones poco lícitas; es decir, los japoneses no atacaron territorio estadounidenses propiamente dicho.

Desde hace casi doscientos años, nosotros, estadounidenses, hemos expulsado o exterminado a poblaciones indígenas, es decir, millones de personas. Hemos conquistado la mitad de México, saqueado las regiones del Caribe y de América Central, invadido Haití y las Filipinas –matando a 100.000 filipinos en esta última ocasión. Después, tras la Segunda Guerra Mundial, hemos extendido nuestra influencia por todo el mundo de la forma que ya sabemos. Pero casi siempre éramos nosotros los que matábamos y el combate se desarrollaba fuera de nuestro territorio nacional.

Ahora bien, se constata desde el momento en que se plantean cuestiones, por ejemplo, sobre el Ejército republicano irlandés (IRA) y el terrorismo: las preguntas de los periodistas son muy diferentes dependiendo de si éstos ejercen su trabajo en una orilla o en la otra del mar de Irlanda. En general, el mundo se ve desde perspectivas diferentes dependiendo de si se ha tenido durante mucho tiempo el látigo o de si se han sufrido los latigazos durante siglos. A fin de cuentas, quizás por eso el resto del mundo, aun habiéndose horrorizado por el destino de las víctimas del 11 de septiembre, no ha reaccionado de la misma forma que nosotros, estadounidenses, ante los atentados de Nueva York y Washington.

Para comprender los acontecimientos del 11 de septiembre hay que distinguir, por una parte, los ejecutores del crimen y, por la otra , el reservorio de comprensión del cual se ha beneficiado este crimen, incluido el de los que se oponían. ¿Los ejecutores? Suponiendo que se trate de la red de Bin Laden, nadie sabe más sobre la génesis de este grupo fundamentalista que la Central Intelligence Agency (CIA) y sus asociados: la alentaron en sus inicios. Zbigniew Brzezinski, director de seguridad nacional de la administración de Carter, se alegró de la “trampa” tendida a los soviéticos a partir de 1978 y que consistía en atraerlos hacia territorio afgano a finales del año siguiente a través de ataques de muyahidines (organizados, armados y entrenados por la CIA).

Estos combatientes se volvieron contra Estados Unidos por primera vez tras 1990 y tras la instalación de bases estadounidenses permanentes en Arabia Saudí, tierra sagrada para el islam.

Si ahora se quiere explicar la simpatía de la que gozan las redes de Bin Laden, también entre las capas dirigentes de los países del Sur, hay que partir de la cólera que provoca el apoyo de Estados Unidos a todo tipo de regímenes autoritarios o dictatoriales, hay que acordarse de la política estadounidense que ha destruido a la sociedad iraquí a la vez que consolidaba el régimen de Saddam Hussein, sin olvidar el apoyo de Washington a la ocupación israelí de territorios palestinos desde 1967.

Mientras los editoriales del The New York Times redactados tras los atentados sugerían que “ellos” nos detestan porque defendemos el capitalismo, la democracia, los derechos individuales, la separación de la Iglesia y del Estado, el Wall Street Journal, mejor informado, explicó, tras haber preguntado a banqueros y a ejecutivos superiores no occidentales, que “nos” detestan porque hemos dificultado el desarrollo de la democracia y de la economía. E incluso hemos apoyado a regímenes violentos, incluso terroristas.

En los círculos de dirigentes occidentales, la “guerra contra el terrorismo” ha sido presentada equiparándola a una “lucha contra un cáncer diseminado por bárbaros”. Pero estas palabras y esta prioridad no son nada nuevo. Hace [más de treinta años], el presidente Ronald Reagan y su secretario de Estado Alexander Haig ya los enunciaban. Además, para llevar a cabo ese combate contra los depravados adversarios de la civilización, el gobierno estadounidenses puso en marcha una red terrorista internacional de una magnitud sin precedentes. Si bien esta red cometió innombrables atrocidades de punta a punta del planeta, reservó sus energías para América Latina.

El caso de Nicaragua es indiscutible: en efecto, este caso fue estudiado por el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya y por Naciones Unidas. Pregúntese para saber cuántas veces ha sido evocado por los comentadores dominantes este indiscutible precedente de una acción terrorista a la cual un Estado de derecho ha querido responder recurriendo al Derecho. Y, sin embargo, se trató de un precedente incluso más extremo que en el caso de los atentados del 11 de septiembre: la guerra de la administración de Reagan contra Nicaragua provocó 57.000 víctimas, de las cuales 29.000 muertos, y la ruina de un país, quizás de forma irreversible.

En aquella época, Nicaragua reaccionó. No detonando bombas en Washington sino recurriendo al Tribunal Internacional de Justicia. Éste dictará sentencia el 27 de junio de 1986 a favor de las autoridades de Managua, condenando “el uso ilegal de la fuerza” por parte de Estados Unidos (que había colocado minas en los puertos de Nicaragua) y ordenando a Estados Unidos que pusiera fin a este crimen, sin olvidar el pago de los importantes daños y perjuicios. Estados Unidos replicó que no aceptaría esta sentencia y que dejaría de reconocer la jurisdicción del Tribunal.

Nicaragua pidió entonces al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas la adopción de una resolución para pedir que todos los Estados respeten el Derecho internacional. No se citó a ninguno en particular, pero todos lo entendieron. Estados Unidos impuso su veto a esta resolución. A día de hoy, es el único país que ha sido a la vez condenado por el Tribunal Internacional de Justicia y que se ha opuesto a una resolución que reclamaba... el respeto del Derecho internacional. En ese momento, Nicaragua se dirigió a la Asamblea General de Naciones Unidas. La resolución que propuso sólo se encontró con tres oponentes: Estados Unidos, Israel y el Salvador. El año siguiente, Nicaragua pidió la votación de la misma resolución. Esta vez, sólo Israel apoyó la causa de la administración de Reagan. Llegado a este punto, Nicaragua ya no disponía de más recursos jurídicos. Todos habían fracasado en un mundo regido por la fuerza. Este precedente no deja lugar a las dudas. ¿Cuántas veces se ha hablado de esto en la universidad, en los periódicos?

Esta historia revela varias cosas. En primer lugar, que el terrorismo va bien. La violencia también. Después, que nos equivocamos si pensamos que el terrorismo sería el arma de los débiles. Como la mayoría de armas mortales, el terrorismo es sobre todo el arma de los poderosos. Cuando se pretender hacer creer lo contrario, es sólo porque los poderosos controlan igualmente los aparatos ideológicos y culturales que permiten que su terror se haga pasar por algo diferente al terror.

Uno de los instrumentos más frecuentes de los que disponen para obtener el resultado deseado es el de hacer desaparecer de la memoria los acontecimientos que molestan; así, ya nadie los recuerda. Por lo demás, el poder de la propaganda y de la doctrina estadounidenses es tal que se impone incluso entre sus víctimas. Vaya a Argentina y tendrá que acordarse de lo que acabo de evocar: “¡Ah, sí, pero lo habíamos olvidado!”.

Nicaragua, Haití y Guatemala son los tres países más pobres de América Latina. Además, se encuentran en la lista de aquellos en los que Estados Unidos ha intervenido militarmente. La coincidencia no es forzosamente accidental. Ahora bien, todo esto tuvo lugar en un ambiente ideológico marcado por las entusiastas proclamaciones de intelectuales occidentales. Hace algunos años, la auto congratulación causaba furor: fin de la Historia, nuevo orden mundial, Estado de derecho, injerencia humanitaria, etc. Incluso era frecuente por entonces que dejáramos que se cometieran matanzas, una tras otra. Peor aún, contribuíamos en ellas de forma activa. Pero, ¿quién hablaba de eso? Uno de los logros de la civilización occidental, quizás, es el de hacer posible este tipo de incongruencias en una sociedad libre. Un Estado totalitario no dispone de este don.

¿Qué es el terrorismo? En los manuales militares estadounidenses, se define como “terror” el uso premeditado, con fines políticos o religiosos, de la violencia, de la amenaza de violencia, de la intimidación, de la coerción o del miedo. El problema de una definición así es que describe con bastante exactitud eso que Estados Unidos ha llamado “guerra de baja intensidad”, reivindicando así este tipo de prácticas. Además, cuando la Asamblea General de Naciones Unidas adoptó una resolución en diciembre de 1987 contra el terrorismo, un país se abstuvo, Honduras, y otros dos se opusieron, Estados Unidos e Israel. ¿Por qué lo hicieron? Debido a un párrafo de la resolución que indicaba que no se trataba de poner en tela de juicio el derecho de los pueblos a luchar contra un régimen colonialista o contra una ocupación militar.

Por entonces, Sudáfrica era aliada de Estados Unidos. Además de los ataques contra sus vecinos (Namibia, Angola, etc.), que provocaron la muerte de centenas de miles de personas y que ocasionaron daños estimados en 60.000 millones de dólares, el régimen de apartheid de Pretoria albergaba en su interior una fuerza calificada de “terrorista”, el African National Congress (ANC). En cuanto a Israel, éste ocupaba ilegalmente algunos territorios palestinos desde 1967, otros en Líbano desde 1978 y combatía en el Sur de ese país contra una fuerza calificada por él mismo y por Estados Unidos como “terrorista”, el Hezbollah. En los análisis habituales del terrorismo, este tipo de información o de llamada no es corriente. Para que los análisis y los artículos de prensa sean juzgados como respetables es preferible que, en efecto, se sitúen en el lado correcto, es decir, en el de los brazos mejor armados.

En los años 1990 tuvieron lugar en Colombia las peores violaciones de derechos humanos. Este país ha sido el principal destinatario de la ayuda militar estadounidense, exceptuando Israel y Egipto, que son casos aparte. Hasta 1999, por detrás de estos países, el primer puesto lo ocupaba Turquía, país al que Estados Unidos ha estado suministrando una cantidad creciente de armas desde 1984. ¿Por qué a partir de ese año? No porque este país miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) tuviera que hacer frente a la Unión Soviética, ya en vías de desintegración en aquella época, sino para que pudiera dirigir la guerra terrorista que acababa de emprender contra los kurdos.

En 1997, la ayuda militar estadounidense a Turquía sobrepasó la que este país había obtenido durante todo el periodo de la Guerra Fría, de 1950 a 1983. Los resultados de las operaciones militares: de 2 a 3 millones de refugiados, decenas de miles de víctimas, 350 ciudades y pueblos destruidos. A medida que la represión se intensificaba, Estados Unidos continuaban suministrando cerca del 80% de las armas utilizadas por los militares turcos, acelerando incluso su suministro. Esta tendencia dio un giro en 1999. El terror militar, calificado naturalmente por las autoridades de Ankara como “contra terror”, había alcanzado sus objetivos. Es casi siempre lo que sucede cuando se utiliza el terror por parte de sus principales usuarios, las potencias en el lugar.

En el caso de Turquía, Estados Unidos no estaba negociando con un país ingrato. Washington le había suministrado cazas F-16 para bombardear a su propia población; Ankara los utilizó en en 1999 para bombardear Serbia. Más tarde, unos días después del 11 de septiembre, el primer ministro turco, Bülen Ecevit, hizo saber que su país participaría con entusiasmo en una coalición estadounidense contra la red de Bin Laden. En ese momento, explicó que Turquía tenía una deuda de gratitud con Estados Unidos que remontaba a su propia “guerra antiterrorista” y al apoyo sin igual que en aquel momento Washington había proporcionado.

Desde luego, también otros países habían apoyado la guerra de Ankara contra los kurdos, pero ninguno con tanto interés y eficacia como Estados Unidos. Este apoyo se benefició del silencio o –quizás la palabra es más justa– el carácter servicial de las clases estadounidenses con formación. Porque ignoraban lo que estaba pasando. Después de todo, Estados Unidos es un país libre; los informes de organizaciones humanitarias sobre la situación en Kurdistán son de dominio público. Así pues, decidimos en aquella época contribuir a las atrocidades.

Entre la coalición creada para acabar con el régimen talibán figuran otros reclutas de primera calidad. El Christian Science Monitor, sin duda uno de los mejores periódicos en lo que respecta al tratamiento de la actualidad internacional, confió que algunos pueblos que casi no simpatizaban con Estados Unidos comenzaban a respetarlo más, especialmente satisfecho de verlos llevar a cabo una guerra contra el terrorismo. El periodista, que incluso era especialista en África, citaba como principal ejemplo de este viraje el caso de Argelia. Así pues, debía saber que ese país lleva a cabo una guerra contra su propio pueblo (1). Rusia, que dirige una guerra terrorista en Chechenia (2), y China, que comete atrocidades contra los que califica como secesionistas musulmanes, se han unido también a la causa estadounidense.

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(1) N. de la R.: La guerra civil argelina, desencadenada en 1991 y que durará más de diez años, causó 150.000 muertos y miles de desaparecidos.

(2) N. de la R.: En abril de 2009, Moscú puso fin oficialmente a las “operaciones antiterroristas” y al régimen de excepción en la pequeña república caucásica.

Noam Chomsky

Profesor emérito en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), Boston, Etados Unidos. Autor especialmente de Estados fallidos. El abuso del poder y el ataque a la democracia, Ediciones B, Mexico, 2007. La mayoría de los textos de Noam Chomsky están disponibles en su página web.