Lee Friedlander (Aberdeen, Washington, 1934) es uno de los fotógrafos que más ha contribuido a ensanchar las capacidades de la mirada. Sin duda uno de los últimos genios vivos de la historia de la fotografía.
Su obra es un compromiso entre el registro poético de lo punzante real, la experimentación formal acerca de los límites de la subjetividad en la representación del mundo y una exigente experiencia de autoexploración personal a través de la fotografía. Un autor en tránsito entre la modernidad fotográfica y lo que vino después.
Deudor de autores y estilos tan dispares como los que representan precursores como Eugéne Atget, vanguardistas como Moholy Nagy, maestros de la fotografía directa como Ansel Adams y Edward Weston, documentalistas clásicos como Walker Evans y Rusell Lee, renovadores como Garry Winogrand, Robert Frank y William Klein, exploradores del lado oscuro como Weegee y Diane Arbus o experimentalistas con la esencia poética de la realidad como Harry Callahan o Minor White, entre otros muchos, Friedlander, inspirador a su vez de la obra de otros tantos grandes autores posteriores, puede ser considerado la quintaesencia de la fotografía norteamericana en su periodo más expansivo, las décadas 1950-1960. Si tuviéramos que elegir un solo autor que representara en sí mismo la historia de la fotografía de los Estados Unidos, sin duda sería él. Su obra es tan ecléctica, tan variada en temas y tratamientos, en formatos y en registros creativos que ante muchas de sus imágenes sería difícil saber si se trata del mismo autor. Un creador capaz de convertir su mirada en la referencia que adoptamos sobre la cultura de masas en su país. Dice Carlos Gollonet: “A través de sus fotografías se podría establecer una teoría de la atención: nada carece de importancia, todo puede resultar interesante”. Definido como el fotógrafo del paisaje social norteamericano, eso no lo convierte casi nunca en documentalista: Friedlander no trabaja para representar la realidad; se sirve de la realidad para explorar las formas de convertir el estilo en lenguaje. Capaz de realizar la fotografía más intuitiva y también la que es fruto de la más lenta reflexión, Friedlander domina una entrenada síntesis entre el instante y el encuadre, elementos, al fin, inseparables. Poliédrico, explorador incansable de lugares y de fórmulas, parece como si nunca estuviera seguro de poder atrapar la esencia del mundo, algo fatalmente inalcanzable que le ha llevado, también, a volver la cámara hacia sí mismo: sus autorretratos, reflexivamente informales, crearon un modelo y abrieron nuevas posibilidades a ese género recurrente en tantos artistas.
Solo hay un territorio en el que Friedlander aparece desarmado de su arsenal de recursos y de su vocación rupturista: las fotos que ha realizado a lo largo de su carrera a su mujer, a sus hijos y a sus nietos. Entonces aparece un fotógrafo que parece no poder o no querer aplicar la riqueza de registros que atesora; un fotógrafo que despoja su fotografía de retórica, de efectos y de búsquedas estilísticas. Es entonces cuando anticipa sin pretenderlo la enseñanza de Roland Barthes, que nos dijo que lo esencial de la fotografía está más allá, o más acá, del arte. La esencia fotográfica del mundo finalmente estaba en la presencia vicaria de las personas queridas. La fotografía les da densidad, conforma nuestro recuerdo y nos las hace presentes de forma punzante. Tal vez Friedlander lo supo pronto, pero nunca ha querido abandonar la diversión del vagabundeo existencial y de un genial diletantismo creativo volcado hacia afuera. Menos mal.