La Historia había terminado y la Naturaleza todavía no había llegado; hubo, entre el Rojo y el Verde, un momento sin igual en el que solo hubo blanco y negro. Era hacia finales del siglo pasado. Georges Perec entronizó la Escritura, pero bajo una apariencia afable, la de un juglar de pinta simpática, con pelambrera, perilla, un punto de malicia en la mirada y un gato sobre el hombro; y con una divisa emblemática: “Me acuerdo” (1), un buen recuerdo para una o dos generaciones. Fue su momento, el momento Perec. Al igual que hubo un momento Gide (o incluso, poco después, un momento Malraux). Esas presencias, como la propia palabra indica, no tienen nada de eterno. Una razón más para agradecerle a Claude Burgelin el que haya rescatado al hombre, su obra y su época en una síntesis sutil, laberíntica y, por eso mismo, muy “perecquiana” (2).
Los años Perec: un aroma, ya, de nostalgia. La mueca burlona de un tiempo superletrado, que ya se divorciaba de la política sin abrazar todavía la ecología. La época había optado por la talking-cure, factor común de los apasionados de la lingüística, la ciencia-reina del momento, y por las visitas al psicólogo, cada uno al suyo, parada obligada, por entonces, para todo intelectual civilizado. El ambiente se movía entre Saussure y Lacan, los dos testigos faro de los excursionistas de vanguardia. Con los nosotros de antaño, como la clase o la nación, desprovistos de sentido, pasados de moda, solo el yo quedaba expuesto y por descubrir. Y tal fue la búsqueda del huérfano Perec, lanzado en pos de sus fundamentos olvidados o reprimidos. Un urbanita poco atento a la geografía, que no amaba el verde y se mofaba de la gran H que le había arrebatado padre y madre. Su genio particular consistió en dejar atrás la apariencia de las cosas, las turbulencias políticas y rencillas ideológicas para “hablar del interior describiendo solo el exterior”, anteponiendo lo infraordinario, lo trivial, banal o inadvertido. Con, en el acabado, una elegancia meticulosa, al acecho de todos los detalles que tienen mal aspecto, que tenemos ante nuestros ojos todos los días y que por eso mismo no vemos. Una vuelta a las esencias sin poner los ojos en blanco ni sacar pecho, sacándole la lengua a la seriedad, entre malabarismos y brincos, lipogramas y palíndromos. Crucigramista incorregible e imbatible, Perec zigzagueaba entre lo lúdico y lo trágico, como un as del portaplumas, como un funámbulo del alfabeto. Dado que los “todos” de referencia han saltado por los aires, paso libre a los estallidos de risa y las sonrisas irónicas. La señora literatura se quitó los zapatos de tacón para ponerse a brincar en zapatillas. Pero, como quien no quiere la cosa, con peso en la maleta, con la sombra proyectada del genocidio. Era extraer lo mejor de cierto vacío histórico, con mucho tacto en el meden agan de los griegos, el “nada demasiado” de una festoneada línea de conducta que supo emplear en todo, también en la desesperanza, la medida justa: judío, pero no sionista; de izquierda, pero no izquierdista; masculino, pero no machista; íntimo, pero generoso. La nata sin la masa. Con una delicadeza y un buen humor muy estimulantes. El momento Perec fue un momento de gracia donde, “a falta de épica, las flores de la retórica” se abrieron como nunca. Ad augusta per angusta (“hacia la cima por caminos angostos”). Al salón por el office. Y perdura. Las mayúsculas se convierten rápidamente en polvo, las minúsculas resisten mejor el paso del tiempo. Prueba de ello es la combinación de chiquillada y sofisticación, de farsa y rigor, lograda por Oulipo, el taller de literatura potencial donde Perec fue a hacer de las suyas, y de las mejores. Todavía nos sonríe, mientras tantas arquitecturas serias y doctas ya están en el desguace.
El calificativo de “contemporáneo capital” es fugaz, y el que Burgelin le concede no está exento de optimismo. Perec tuvo la suerte de ser entronizado y consagrado después de su muerte, y el título siempre es más duradero cuando es póstumo. Es nuestro destino común poder abrir los ojos a las cosas y personas solo cuando ya no existen. Es justo que esta consagración tardía recaiga en un solitario que nunca solicitó el título, el menos oportunista de los profesionales de la escritura, que siempre se mantuvo al margen del fanfarroneo y la ostentación. El espíritu de un tiempo dado solo se perfila bien en el siguiente, cuando se ha pasado página. Es muy probable que los años Perec ya queden muy atrás, como si una palmada final los hubiera cerrado a nuestras espaldas. Europa vuelve a escuchar el sonido de los cañones en sus puertas, el diván pierde sus clientes poco a poco y en la start-up nation, la neolengua gerencial que se ocupa de lo más urgente, la pasta, no necesita de los discípulos de Raymond Roussel ni de “paseos al país de las palabras”. Pero, porque su biotopo y, me atrevo a decir, nuestro biotopo se está alejando, Perec el viejo nunca ha estado tan presente en nuestros corazones y nuestras antologías. Quizás porque su mundo se ha eclipsado y ya no esperamos gran cosa del nuestro, Perec se nos presenta hoy como un sabio, risueño y fraterno.