Detrás de la barra de su cocina estilo americano, Juan Pablo Reyes Aguilar y Diego Lionel Rodas Zurita preparan el menú del día de su restaurante: lawa de chuño, una sopa de patatas deshidratadas, y charque frito, carne de llama seca y salada. Dos platos inspirados en la cocina tradicional del altiplano andino, a base de ingredientes que ya utilizaban los incas. Con grandes cantidades de quinoa y finas hierbas, ambos cocineros se proponen “revivir” estos sabores ancestrales haciendo de cada plato “una puesta en escena”.
Ubicado en la calle Murillo, una concurrida arteria que conduce a los mercados de La Paz (Bolivia), el restaurante Popular ocupa la primera planta de una casa con un patio interior que en otro tiempo albergaba viviendas modestas. Allí se encuentran actualmente un tostador de cafés bolivianos y una tienda de artesanías textiles. Desde su inauguración, en 2018, el restaurante tiene un éxito fulgurante gracias a su cocina “fusión”, ofrecida en un único menú del día (incluyendo su variante vegetariana) servido por un personal con camiseta negra y fular de aguayo, una tela tradicional andina. Cada día, la gente se amontona frente a las puertas del establecimiento, donde, a menos que se haya reservado con mucha antelación, solo unos pocos afortunados podrán entrar. Con un menú de 65 bolivianos (alrededor de 10 euros, mientras que el salario mensual medio equivale a 450 euros), la clientela resulta menos popular de lo que sugiere el nombre del restaurante: ejecutivos encorbatados, jóvenes abogados, empleados de oficinas públicas próximas, así como turistas, que llegan aquí atraídos por las recomendaciones leídas en Internet.
El Popular encarna un fenómeno que se observa desde hace una quincena de años en toda la región, incluso en Bolivia, el país más pobre de América del Sur: el surgimiento de una nueva clase media, que hace tambalear las perspectivas electorales. Aunque sea producto de las políticas de redistribución social de dirigentes progresistas, esta cautiva a los comentaristas conservadores: “Después de un tiempo, la clase media emergente tiende a preferir la economía de mercado a las políticas estatales y proteccionistas”, decía entusiasmado en 2010 el responsable de la sección “América Latina” del semanario The Economist (1).
El incremento del nivel de vida suele estar acompañado por un deseo de no modificar más el orden de las cosas, una “pulsión social de conservadurismo”, resume casi diez años más tarde Raúl García Linera, asesor de la vicepresidencia, cuyo titular es su hermano Álvaro. Este admite que: “Si el proceso revolucionario no logra dar respuesta a ello, corre el riesgo de ir a su ruina”. ¿Está la izquierda condenada a ser expulsada del poder por las poblaciones a las cuales sus políticas han beneficiado, es decir, a engendrar a sus sepultureros? La pregunta se vuelve más candente en Bolivia cuando su presidente, Evo Morales, en el cargo desde 2006, aspira a un cuarto mandato en octubre.
“Lo más importante es producir –insiste el ministro de Economía, Luis Alberto Arce Catacora, cuando le preguntamos sobre los potenciales efectos indeseables de sus políticas económicas–. La palabra ‘productivo’ es tan importante que hemos incorporado en la nueva ley educativa la idea de que la educación debe ser productiva; queremos poner esa idea en la cabeza de los niños desde pequeños”. Según Arce Catacora y Álvaro García Linera, toda redistribución debe estar precedida de una fase de producción, la cual requiere, por un lado, un nivel mínimo de paz social y, por el otro, un mercado interno dinámico.
En lo que respecta a la paz social, las cosas no estaban resueltas. Dos años después de ser elegido presidente, Morales sufría un intento de golpe de Estado fomentado por la oligarquía terrateniente de la región de Santa Cruz (2). El Gobierno debía pues tratar con una oposición poco preocupada por los principios democráticos, y encontrar el modo de alcanzar sus objetivos sin ofender en exceso. Un ejemplo: en lugar de oponerse directamente al poderoso sector de la agroindustria para ayudar a los pequeños productores, la Administración creó en 2007 la Empresa de Apoyo a la Producción de Alimentos (EMAPA). Este organismo compra a los pequeños agricultores su producción de arroz, trigo, soja o maíz a precios superiores a los del mercado cuando estos son demasiado bajos. La agroindustria se ve entonces obligada a igualar sus precios con los de EMAPA, incluso a mejorar su oferta. “El mercado no es más que pura especulación –resume Jorge Guillén, responsable de EMAPA en la región de Santa Cruz–. La función de EMAPA consiste en regularlo, incluso adquiriendo sólo el 15% de la producción total”. “El papel de EMAPA es ayudar a impedir que la agroindustria fije por sí sola los precios –añade el vicepresidente Álvaro García Linera–. En síntesis, a fortalecer la posición de los pequeños productores. La intervención del Estado equilibra una lucha desigual entre dos sectores muy desiguales económicamente”.
Una lógica “win-win” (o de beneficio mutuo) que se observa en las medidas tomadas para estimular el mercado interno. En las calles de los centros urbanos, llaman la atención de los paseantes unos pequeños carteles que dicen “Esfuerzo por Bolivia”. Señalan los comercios que participan en un programa iniciado en 2018 (y basado en una ley de 2013) para favorecer la producción local: cuando el crecimiento del producto interior bruto (PIB) supera el 4,5%, los empresarios deben pagar un “doble aguinaldo” (una segunda paga extra) a aquellos trabajadores cuyo ingreso es inferior a un umbral fijado por la ley (15.000 bolivianos por mes en 2018, aproximadamente 2.000 euros, es decir, más de siete veces el salario mínimo). Por primera vez este año, los empleados públicos perciben el 15% de la suma a través de una aplicación móvil que limita su utilización a productos fabricados en Bolivia y al pago de artesanos locales previamente registrados.
Si bien la medida había provocado inicialmente el rechazo de los pequeños comerciantes, que debían pagar un mes más de salario a sus empleados, actualmente lo hacen convencidos: “Vendedores de zapatos, ponchos, helados... Todo el mundo se ha registrado –nos explica una clienta de un puesto de la calle Max Paredes, una de las principales arterias comerciales de La Paz–. La aplicación está bien hecha: puedes ingresar el producto que buscas y Google Maps te indica los sitios donde puedes encontrarlo. Luego, le das un código al vendedor para pagar con su aplicación. La operación tiene tanto éxito que los pequeños comerciantes cuentan que nunca habían ganado tanto”.
“Redistribuir forma parte de la justicia social, pero también sirve de combustible para la dinámica interna”, justifica el vicepresidente García Linera. Redistribución, consumo, producción, crecimiento: en el plano económico, el esquema boliviano se parece a un círculo virtuoso. Pero estimular el consumo conduce a veces a alentar el consumismo, con consecuencias políticas menos favorables.
Desde su apertura, en 2010, el centro comercial Megacenter –ubicado en el barrio residencial y acomodado de Irpavi– ascendió rápidamente a la categoría de destino obligado de final del día y fines de semana, con sus dieciocho salas de cine (algunas en 3D, que proyectan las últimas grandes producciones hollywoodenses), sus numerosas franquicias internacionales como Burger King o Hard Rock Café, su pub irlandés, sus tiendas, su bolera, su gimnasio, sus salas VIP, su campo de paintball, su pista de patinaje y... sus tres plantas de aparcamiento. Otros florecen en las grandes ciudades del país, sugiriendo que la cultura de los malls al estilo estadounidense –que hasta hace algunos años aquí nadie conocía– se ha instalado actualmente en Bolivia.
Pero los cambios no se llevaron a cabo sin roces. En 2014, con la inauguración de una línea de teleférico que conecta el suburbio popular de El Alto con Irpavi, se facilitó la llegada de familias de barrios populares, reconocibles por las polleras que llevan tradicionalmente las mujeres indígenas. Poco acostumbradas a la etiqueta propia de este tipo de entorno, se sentaban en el suelo para compartir una gaseosa o golosinas, o bien disfrutaban de los jardines de los alrededores y se tumbaban sobre la hierba. Su presencia provocó a su vez la llegada de vendedores ambulantes de comida barata... “Estos indios contaminan el Megacenter –clamaban enojados algunos vecinos y clientes a través de las redes sociales–. Desde que vienen, hay basura por todos lados”. Otros intentaron una torpe defensa: “Es cultural. Se sientan en el suelo para estar en contacto con la Madre Tierra” (3). La instalación de carteles “Prohibido hacer picnics” permitió que el templo del consumo volviera a ser un lugar “agradable”, donde cada uno puede actualmente ver una película estadounidense comiendo palomitas, hacer sus fotos de boda o aprovechar las “súper ofertas” y los “precios locos”, como durante el Black Friday, ese acontecimiento de noviembre venido directamente de Estados Unidos que marca el comienzo de las compras de fin de año.
“Las personas que frecuentan estos lugares difícilmente volverán a ser comunistas”, suspira Manuel Canelas, ministro de Comunicación, encargado de trabajar por la reconquista de la clase media antes de las elecciones de octubre. A sus ojos, el discurso del poder cometió el pecado de elevar el consumo al rango de virtud en sí misma, con el riesgo de borrar la dimensión política de su proyecto. “Estos últimos años se ha observado una explosión de los gimnasios privados en Bolivia, particularmente en La Paz. Lo que dice mucho sobre la transformación de la sociedad: con mejores condiciones de vida, uno dispone de más tiempo para preocuparse por su cuerpo, su apariencia”.
Canelas esboza, al dialogar con nosotros, el recorrido típico de un “joven boliviano de 25 años”. No habiendo crecido en el barrio periférico popular del que provienen sus padres, se “socializó en otros espacios”, construyéndose una identidad “en lugares donde los códigos son un poco menos colectivos”. No más egoísta que su padre o su madre, este joven será sin embargo menos proclive “a militar toda su vida en un sindicato”: “Su relación con el interés general será diferente”. Al igual que sus preferencias políticas. ¿La solución? “Debemos mejorar la oferta de servicios públicos y su calidad”, nos dice Canelas, para que “no se asocie más el bienestar y la calidad de vida con lo individual y lo privado. Es el único modo de desarrollar una forma de conciencia política compatible con las ideas de nuestra revolución en el seno de esta población”. En esta perspectiva, Canelas recomienda construir “parques, espacios públicos donde puedan hacer deporte, ir en familia, hablar con sus vecinos, interactuar y vivir en comunidad. Se adquiere otra idea de la ciudadanía cuando se puede acceder a este tipo de lugares, en vez de cultivar su apariencia en un centro privado”.
Funcionaria del Ministerio de Relaciones Exteriores, Raquel Lara identifica otra dificultad: “Mi hija, que tiene 24 años, desconoce las conquistas del pasado, de la ‘guerra del gas’, por ejemplo (4). La juventud actual está despolitizada; no ha sido informada, ni formada. Ya no hay dictadura contra la cual luchar, la lucha política interesa menos”. El argumento no convence a Jazmín Valdivieso, que forma parte de esa juventud de menores de 30 años: “Hay que vender otra cosa a los jóvenes. El discurso según el cual ‘las cosas están mejor que en la época de la dictadura’ no les basta”. En su opinión, no están desmotivados, sino comprometidos con otras cosas. Las luchas actuales son “las de la juventud urbana, proveniente de la clase media”. Según Valdivieso, esto se explica por la evolución demográfica: “Hay muchos menos jóvenes en las zonas rurales. Se quedan allí hasta los 14 o 15 años, luego se mudan para ir a estudiar o trabajar, y entonces se convierten en urbanitas”. ¿Cuáles son las luchas que los movilizan? “Las luchas por los derechos de los animales, las mujeres, las personas LGTB [lesbianas, gays, trans y bisexuales], etc., que son impulsadas fuera de los partidos, por jóvenes que no son militantes sino activistas. Para muchos de ellos, la política está manchada por la corrupción; un sentimiento que se extiende en el seno de la clase media”.
Pero ¿puede hablarse realmente de “una” clase media, sobre todo en Bolivia? En esta categoría se encuentran los sectores cultos de los barrios acomodados, como San Miguel y Sopocachi en La Paz, los empleados de un sector público fortalecido por las nuevas empresas estatales y aquellos jóvenes cuyas expectativas de futuro crecieron con la generalización del acceso a la educación sin que el mercado de trabajo haya sido capaz de generar aún una demanda considerable de empleos cualificados. Se encuentran también los comerciantes, artesanos y microemprendedores provenientes de las clases populares y de tez a menudo más oscura, cuyas condiciones de existencia y nivel de vida mejoraron sensiblemente: aquí se les conoce como “cholos”, poblaciones indígenas urbanizadas, menos aferradas a los valores tradicionales aún preponderantes en las zonas rurales que a formas de actividad económica y comercial a menudo poco cualificadas (5). Ahora bien, nada indica que la estrategia de Canelas (y de todos aquellos que pretenden reforzar la conciencia política de una clase cuya tendencia consumista habría sido demasiado elogiada por el Gobierno) esté dando los frutos esperados en lo que respecta a los cholos.
Estos últimos apoyaron inicialmente a Morales. Primero, por identificación étnica: “Las cosas cambiaron aquí, vivimos una revolución. Con la elección de nuestro presidente Evo Morales, nuestra cultura está actualmente en un primer plano”, declaraba en 2014 un residente de El Alto a un periodista de Financial Times (6). Su entusiasmo fue también alimentado por el voluntarismo del Estado, que benefició en gran medida a una población que controla actualmente la mayor parte del comercio de distribución a nivel nacional y se convirtió en un actor económico central. En efecto, la “revolución” que mencionaba el hombre entrevistado por Financial Times traía consigo un segundo componente: “Ahora puedo decir: ‘Tengo dinero, hago lo que quiero’”. Como construirse un cholet, término surgido de la combinación de cholo y chalet, en referencia a las casas suizas, que simbolizarían el éxito. En las calles de El Alto, es imposible no ver esos extraños edificios. Para la franja más rica de los cholos, exhibir su éxito económico implica tener un cholet mucho más extravagante que el del vecino: de cinco, seis, a veces siete pisos; paredes pintadas con colores brillantes; una arquitectura donde lo kitsch compite con lo ostentoso; inmensos ventanales; una superficie que supera a veces los quinientos metros cuadrados...
Pero en la actualidad se ha consumado la ruptura entre los cholos y el Gobierno, según nos explica Nico Tassi, antropólogo especialista en economía popular: “El primer conflicto con el Gobierno se produjo en el momento en que el poder emprendió la lucha contra la economía informal” –que representa el 60% del PIB y concierne al 70% de la población activa (7)–, en los años 2010. Cuando el Estado reforzó los controles, los cholos lo interpretaron “como una forma de desconfianza hacia ellos”. Más allá de la típica resistencia a los impuestos, aparece entonces un fenómeno inesperado: la mejora de los servicios públicos no representa una prioridad para una población que, habiéndolos descubierto con la llegada al poder de Morales, se siente satisfecha con su nivel de funcionamiento actual.
Entre los cholos, la prioridad sigue siendo la comunidad local, que resulta tanto más importante cuanto que vive un éxito colectivo asociado a una identidad cultural fuerte. Para Tassi, las poblaciones cholas constituyen originalmente sectores populares que no dependen de “entidades civilizadoras externas, como el Estado, el capital, la escuela, las ONG”. Con su discurso sobre el respeto a las diferencias identitarias, la “revolución plurinacional” de Morales les invita a “afirmarse de manera autónoma, reforzar sus propias instituciones y su cultura, ayer denigrada”. En este caso concreto, el acceso a la clase media no se ve acompañado de una ruptura con el modo de vida anterior, sino de su fortalecimiento. Se observa su riqueza no a través de los modos de consumo y de vida europeos, sino a la moda chola.
De esta manera, por ejemplo, los prestes, esas fiestas particularmente onerosas que organiza la nueva burguesía chola de origen aimara, desempeñan un papel determinante en el seno de ese sector de la población. Las ropas y joyas que lucen durante estas celebraciones (tan costosas que a veces se contrata un servicio de seguridad) expresan un éxito económico y un estatus social que el resto del tiempo no suele mostrarse. Este nuevo orgullo de “indios con plata” suscita además un resurgimiento de odio racial por parte de la antigua elite y la clase media blanca afectadas en sus privilegios.
Arraigo y funcionamiento comunitarios no significan aquí cerrarse al mundo, sino todo lo contrario. Don Paulino Santos, un agricultor de unos sesenta años, con el rostro arrugado y la sonrisa desdentada, nos declara con orgullo que gana “mucho dinero”. Además del campo del cual se ocupa, administra, junto a su hija, un taller textil y está a punto de viajar a China para encontrar allí nuevos mercados. Los lazos de los comerciantes cholos con China han alcanzado un nivel tal que, cuando Morales designó a su primer embajador en el país asiático, este se dirigió naturalmente a la comunidad chola para recabar información. Cuando se trata de entablar negociaciones con multinacionales, los comerciantes de La Paz también prescinden del Estado. Como en sus negociaciones con el gigante Samsung, al que lograron imponerle la distribución de productos únicamente en negocios independientes. Si bien la empresa surcoreana posee una tienda oficial en la calle Eloy Salmón, esta hace exclusivamente las funciones de showroom y no puede vender allí sus productos.
Cuando nos explica cómo ve el futuro del proceso político en el cual trabaja desde 2006, Álvaro García Linera afirma que “Bolivia tiene la suerte de tener esta clase media indígena chola, con su funcionamiento comunitario y asociativo muy específico”. Esta permite “pensar la continuidad del proceso de transformación social iniciado con la llegada al poder de Evo Morales, aun cuando esta clase sea más consumista e individualista de lo que eran antes los sectores de la población de la cual surgió”. Para el vicepresidente, la clase media emergente chola constituiría la columna vertebral de la economía del país, como consecuencia de su control del mercado interno: mezclando eficacia y ética comunitaria, ofrecería “nuevas herramientas de reflexión para pensar y prolongar el proceso de cambio”.
Si resultan reelegidos, Morales y su equipo deberán sin embargo dar muestras de habilidad táctica y flexibilidad estratégica para vincular el futuro de su “revolución democrática y cultural” a un grupo social que, según todo indica, por el momento, se construye al margen de este proceso.