El 29 de marzo pasado, cuando The Wall Street Journal se preguntaba qué esperan los brasileños de su próximo (o próxima) presidente, cuya elección se realizará en octubre de este año, concluyó muy rápidamente: “¡Qué las cosas no cambien!”. Un deseo que no sorprende del todo. Aunque sólo sea a causa del acceso a una alimentación adecuada, desde hace algunos años, de la gente que antes no comía hasta satisfacer su hambre.
En septiembre de 2003, durante su primer año en el poder, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva había asegurado: “Desde ahora hasta el final de mi mandato ningún brasileño pasará hambre”. Esas circunstancias son propicias para las promesas exaltadas. Sin embargo, los progresos han sido considerables. En siete años, según las estadísticas oficiales, cerca de 20 millones de brasileños (sobre una población de 190 millones) han salido de la pobreza. El programa Fome Zero (Hambre Cero) garantizó especialmente el acceso de las familias indigentes a los productos alimenticios básicos, con ayudas que iban (a comienzos de 2007) de 18 a 90 euros mensuales. Como consecuencia, sólo durante el primer mandato de Lula, la malnutrición infantil retrocedió un 46%. En la región del Nordeste –de la cual el jefe de Estado es originario y donde también conoció el hambre–, retrocedió un 74%. En mayo de 2010, el Programa Alimentario Mundial (PAM) de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) distinguió a Lula da Silva otorgándole el título de “campeón mundial de la lucha contra el hambre”.
Brasil sigue siendo uno de los países más desiguales del mundo, pero ahora lo es un poco menos (1). Entre 2003 y 2010, los ingresos del 10% de la población más pobre crecieron un 8% anual: mucho más rápido que la economía y que los ingresos del 10% de la población más rica (+1,5%). La participación de las clases medias inferiores –hogares cuyo ingreso mensual se ubica entre 1.065 y 4.591 reales (467 y 2.000 euros)– pasó del 37% de la población a más de la mitad. En el ámbito de la educación, el programa ProUni da apoyo a los estudiantes de las familias modestas, mientras que la duración media de la escolarización pasó de 6,1 años en 1995 a 8,3 en 2010.
Durante los dos mandatos del ex sindicalista se crearon 14 millones de empleos y el salario mínimo aumentó un 53,6% en términos reales, es decir descontando la inflación. Esta última medida beneficia no sólo a los salarios bajos –los más numerosos–, sino también a los jubilados y a los beneficiarios de los programas de ayuda a personas discapacitadas, que perciben sumas indexadas sobre la remuneración mínima. También ha contribuido a la evolución de la participación de los ingresos del trabajo en el Producto Interior Bruto (PIB), que pasó del 40% en 2000 al 43,6% en 2009.
La Bolsa Família sigue siendo el dispositivo emblemático de las políticas sociales. Este programa de pago de asignaciones involucra a las familias que viven por debajo del umbral de pobreza. Según las cifras del Gobierno, beneficia a 12,4 millones de hogares, o sea a más de 40 millones de personas, que perciben una media de cerca de 95 reales al mes (un poco más de 41 euros).
Sin embargo, cuando se trata de analizar el balance de la gestión de Lula, algunos se muestran más dubitativos. Para explicar su punto de vista, hay que remontarse a los orígenes del programa Bolsa Família.
Todo comenzó a finales de los años 1990, cuando se conjugaron crisis monetarias y movilizaciones sociales. Las medidas de ajuste estructural y de estabilización económica prescritas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) hundieron a la población en la miseria. En América Latina, la cantidad de pobres casi se duplicó entre 1980 y 2001, pasando de 120 a 220 millones. ¿Mala suerte? No realmente: según la confesión de uno de los economistas del Banco Mundial, el Consenso de Washington de los años 1980-1990 “despreciaba cualquier consideración ligada a la equidad” y trataba de “evitar cualquier medida con intención redistributiva” (2).
Aunque, los daños sociales y el cuestionamiento de las instituciones financieras internacionales pronto obligaron al Banco Mundial a “darle otro aspecto” a su programa económico. La operación tomó la forma de una relegitimación de sus estrategias, a la cual el economista John Williamson atribuyó el nombre de “reformas de segunda generación” (3).
Una batería de medidas que iba en ese sentido fue publicada en el “Informe del Banco Mundial sobre el Desarrollo en el Mundo, 2000-2001”. En el prefacio, el presidente de la institución, James Wolfensohn, devela un objetivo hasta ese momento inédito: “Fotalecer la aceptación de las reformas y de los procesos de estabilización”, con el fin de “impedir los conflictos vinculados a la distribución de los recursos, que con frecuencia traen consigo bloqueos, agravan las crisis económicas y pueden incluso hacer caer a los Gobiernos” ¿Cómo? Creando “redes de seguridad” sociales.
En Brasil, las recomendaciones del Banco Mundial se tradujeron, desde abril de 2001 –durante la presidencia de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), quien fue el arquitecto de la reforma neoliberal en el país– en la implementación de programas como Bolsa Escola (4), luego Bolsa Alimentação (5) y Auxílio Gás (6). Estas medidas fueron precursoras de la Bolsa Família, que reagrupó –y extendió– esas iniciativas.
La Bolsa Família le aseguró a Lula, con ocasión de su amplia victoria en la votación presidencial de 2006, el apoyo de los más pobres. Pero no disuadió a los más ricos para otorgarle mayoritariamente sus votos para un segundo mandato. Su presidencia marcó así lo que el profesor Armando Boito Jr. describe como “una alianza (…) que une, de manera bastante paradójica a priori, a los dos extremos de la sociedad brasileña” (7). Pero esta alianza no sirve a los dos extremos de la misma manera.
Al asumir sus funciones, el 1 de enero de 2003, Lula anunció: “El cambio, ésa es nuestra palabra clave”. Sin embargo, prosiguió la política de estabilización macroeconómica de su antecesor, Cardoso, a quien, sin embargo, antes de su elección calificaba como “verdugo de la economía brasileña”. Lula, que hasta la campaña de 1989 había prometido una moratoria de la deuda, superó las exigencias del FMI para su reembolso. ¿El Fondo exigía un excedente primario (8) de 3,75% en 2003? Lula les ofreció el 4,25%, un “esfuerzo suplementario” equivalente a 8.000 millones de reales (2.200 millones de euros) (9).
Aunque la austeridad le permitió a Brasil salir de la trampa del FMI, lo llevó a la de los acreedores nacionales, o sea, a los hogares de más altos ingresos. Éstos aceptaron financiar al Estado comprando títulos de su deuda interna, con la única condición de que se les pagara una de las tasas de interés más lucrativas del mundo (10,25% en julio de 2010). En 2009, por ejemplo, el 5,4% del PIB aterrizó en los bolsillos de los poseedores de la deuda interna, o sea más de 13 veces las sumas destinadas al programa social faro del Gobierno de Lula.
El economista Pierre Salama, al constatar que “la cantidad de individuos que poseían más de un millón de dólares en activos financieros se había incrementado en un 19,1% entre 2006 y 2007”, resumió los años de Lula de esta manera: “La cantidad de pobres ha disminuido y más de un tercio de los brasileños ha aumentado sus ingresos pero, para una fracción ínfima de la población, el crecimiento de los ingresos ha sido mucho más fuerte”. Según sus cálculos, las desigualdades disminuyeron, pero no tanto gracias a las transferencias sociales sino por “la recuperación del crecimiento, la naturaleza de este crecimiento y sus efectos en el mercado de trabajo” (10). Un crecimiento que dependió menos de las disposiciones sociales de Lula da Silva que del frenesí con que la economía brasileña devora las materias primas del país.
Tampoco las políticas fiscales manejan de la misma manera los intereses de los más ricos y los de los más pobres. En febrero de 2009, Olivier de Shutter, informante especial sobre el derecho a la alimentación del Consejo de los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), explicaba: “La tasa impositiva es muy elevada para los bienes y servicios, y baja para los ingresos y el patrimonio. Las familias que perciben un ingreso equivalente a menos de dos salarios mínimos pagan en promedio el 46% de sus ingresos en impuestos indirectos”.
En mayo de 2010, Moisés Naím, ex jefe de redacción de la (muy liberal) revista Foreign Policy, opinaba en El País que Lula había sido “uno de los presidentes más favorables al mercado, al sector privado y a la inversión extranjera en Brasil”. No totalmente en desacuerdo con él, algunos miembros o simpatizantes del Partido de los Trabajadores (PT) piensan que Lula ha sido partícipe de eso que el teórico marxista italiano Antonio Gramsci denominaba la “revolución pasiva”: una estrategia política que emprende la burguesía para acabar con sus oponentes cuando ve su hegemonía amenazada, especialmente a través de la integración gradual pero continua de dirigentes de las “clases subalternas” al bloque del poder.
Aunque se le ofrecían otras soluciones, sin duda muchos factores inherentes a la vida política brasileña lo impulsaron a esta vía. Cuando fue elegido, en 2002, el PT sólo disponía de 91 diputados de 513 en el Parlamento. Para gobernar, debió formar una coalición de nueve partidos y recurrir a aliados poco fiables que, según explica el periodista Marc Saint-Upéry, “se disputan favores, empleos y recursos públicos”. En Brasil, “un tercio de los diputados, de media, cambia de partido al menos una vez durante la duración de su mandato. Y un cuarto lo hace más de una vez” (11). Actualmente, 147 parlamentarios están sometidos a procedimientos judiciales, al igual que 21 de los 81 senadores. La corrupción estaría costando alrededor de 40.000 millones de dólares (31.000 millones de euros) anuales en Brasil, cinco veces más que el programa Bolsa Família. En estas condiciones, es difícil evitar que corroa la política y erosione la resolución de los caracteres mejor templados (12).
En estas condiciones, desde la campaña presidencial de 2002, el programa de Lula da Silva fue derivando hacia el centro. Entonces el PT, cuyas filas, en su origen, estaban cerradas para los empresarios, los propietarios de tierras y los banqueros, se alió a un empresario millonario (y evangelista), José Alencar, que se convirtió en su candidato a la vicepresidencia. El consejero en comunicación de Lula en ese momento, Duda Mendonça, sugirió que su cliente, en esa fase de su carrera, estaba “listo para cualquier compromiso con el objeto de ganar la presidencia”.
Para los brasileños, el “periodo Lula” seguirá siendo, de todas maneras, uno de los más positivos de la historia reciente. La prueba es que la mayoría de ellos desea que se prolongue con su sucesora. ¿Será posible?